El eterno resplandor de una mente sin recuerdos


En mi piso nuevo se esconde una puerta. Imperceptible para la vista. Incluso puedes pasar varias veces al día pegado a ella y no notar su existencia. La puerta está escondida detrás de otra puerta, de esas que nunca se cierran por su existencia es vaga. Separan espacios que debieran ser uno. Pasas y pasas, quizás 10 veces al día por allí y nunca ves el pequeño pestillo que te separa de ese mundo.

Hasta que un día, notas una pequeña línea de luz respirando por la pared y la curiosidad te devora y por supuesto no puedes parar hasta descubrir qué es aquello que lata tan cerca.

Con ambas manos tanteas para descubrir aquella rendija, hasta que la puerta cede frente a tu ingenio. Y aquel mundo se te abre de piernas. Te sumerges en él. Caminas a tientas hasta encontrar una cadenilla que cuelga de un foco. Con una mano tiras de ella, mientras la bombilla se tambalea. Una vez vencida la ceguera, avanzas entre cajas vacías, añejas y llenas de polvo. Ejemplares de periódicos en fardos, atados con lanas de colores. Fotos antiguas cubiertas por una densa capa de pelusa. Husmeas, conmovida entre la nostalgia y la risa. Logras desatar uno de los atados de prensa. Lo agarras con una mano, y con la derecha descubres los titulares que escondía la tierra acumulada por casi 30 años. Miras la fecha: es el día que naciste. Frente a esta extraña coincidencia, empiezas a desempolvar los demás objetos. Todo guarda una extraña conexión con tu vida. Los discos de tu adolescencia, los relatos de la infancia, tus primeros libros. Tu pasado guardado en ese cuartillo. Desordenado como los hechos trascendentales.

Como no puedes entender la cadencia de este hallazgo, te quedas ahí. Cierras la puerta, pones un disco de Billy Holiday mientras revuelves en tus propios recuerdos. Vas tomando cada objeto para formar una línea del tiempo. Cada nuevo descubrimiento encaja en un recuerdo, en una época. Memorias que habías decidido borrar, y sin embargo allí están, todas y cada una se te refriega en la cara recordándote quién sos, de donde venís.

Cuando te viene el hambre o el sueño, lo sacias con recuerdos de comidas o noches interminables. Algo te dice que no puedes salir hasta que la línea no esté completa. Cuando miras hacia tu alrededor notas como las cajas empiezan a disminuir y todo el contenido está alineado frente a tus pies.

Ni si quiera puedes saber cuánto tiempo ha pasado, pero decides que ya es hora de salir. La línea se extiende a través de unos veinte, o treinta, metros. Por momentos vacía, a veces llena, rígida y llena de altibajos. Cuando sientes que afuera alguien te llama, decides salir. Quizás alguien notó tu ausencia durante estas horas, días, noches. Ni siquiera sabes si has estado un día o meses allí dentro. Tu nombre te llega lejano. Hay que cruzar la puerta. Sales, despacio, bostezando y tratando de no trastabillar con los montículos. Antes de cruzar la puerta te aseguras de que todo está donde debe estar. Con una mano desdoblas la puerta. La luz natural te molesta. y parpadéas varias veces. Cuando cruzas el umbral descubres que es de día. Llueve sobre Madrid. Llueve sobre esta ciudad que te pertenece sin saber por qué. Cierras la puerta despacio, la presilla vuelve a ocultarse y hacerse invisible.

Mientras caminas hacia la cocina, lo haces liviana.

Podrías jurar que tus pies no rozan el suelo de parquet.

Y allí está, tu sonrisa. Tu sonrisa cual lunar.