En la tele!


JUEVES, 26 DE JUNIO DE 2008
Rosario D. Araujo Gastrónoma

El cielo está en el norte

SIEMPRE CREÍ en la existencia del cielo, adonde uno irá a parar luego de hacer bien las tareas en el paso por la tierra. Ese sitio tendría que ser personal, uno debería poder elegir y diseñar dónde vivir eternamente. Y eso sería bastante justo.

Pero ¿qué pasaría si el cielo, que uno imagina para pasar la posteridad, existiera realmente en la tierra? Pues sería bastante gratificante saber que ese lugar es tangible y huele tan exquisitamente. Más o menos de eso rezan estas líneas: de sentirse pleno y feliz en ese lugar de la tierra.

A mí me pasó hace unos días y fue como un flechazo certero al corazón. Donostia, Donosti, País Vasco, verde tierra de conjunciones, mar de sabores.

Pintxos, pintxos y más pintxos. Cada cual mejor aún. Me resulta imposible distinguir mi tapa favorita. ¡Es que son todas tan buenas!

Ante una barra de cualquier bar del Barrio Viejo, yo recomiendo el famoso "una de cada", porque hasta la menos pensada sorprende y nos arranca un Mmmmm.

La gastronomía vasca no se anda con más o menos, va de lleno, y por algo está donde está. Los pequeños destellos de este boom son las tapas o pinchos y se exponen en las barras descaradamente, atentando contra todo pronóstico de adelgazar.

La costumbre de ir de bar en bar degustando exquisitos, variados y pequeños bocados, acompañados de una caña o una copa de vino, me resulta una de las mejores maneras de ingerir alimentos y de pasar el tiempo con los seres que queremos.

La conversación fluye entre los grupos de personas que, relajadas, se dejan tentar y conducir por el antojo.

Es inevitable, uno se olvida del tiempo mientras se pierde en alguna de las callecitas adoquinadas. Camina otro rato hasta que un nuevo establecimiento nos invita a pasar con una barra llena de variopintas exquisiteces.

Lo importante, a mi entender, no es la comida en sí. El ritual y la predisposición de salir y disfrutar alrededor de un plato sin gastar una fortuna, es demasiado atractivo como para dejarlo pasar.

Otra de las cosas realmente llamativas es la creatividad que de cada una de estas preparaciones, por eso digo, atrás de este reinado, no hay casualidades.

Hay, más bien, muchos, muchísimos aciertos y unas inquebrantables ganas de pasarla bien.

Si uno es un amante de la cocina de calidad, sin remilgos, ni tapujos, conocer y saborear el País Vasco, es una experiencia de tocar el cielo con las manos.

www.diazaraujo.blogspot.com


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con la frente marchita

De la mala palabra

Aqui el link


ASÍ LE LLAMABA mi abuela, demasiado pacata como para injuriar en voz alta. Ají putaparió, páprika, jalapeño, rocoto, chile, chili, pimiento, guindilla todos primos de una misma familia muchas veces injuriada.

El proceso comienza con un profundo ardor de la boca, la llamarada y el fuego, el lagrimeo continuo y culmina, en la mayoría de los casos, con insultos de diversos calibres. Echilarse, dicen los mejicanos. Y si de algo saben ellos es de picantes.

En los países picanteros se bebe mucho alcohol, esta es una gran regla porque quien se ha excedido de ajíes sabe que beberse un gran vaso de agua sólo exagerará la sensación de ardor en la garganta. En esos momentos uno debe beber una cerveza helada, así el picante pasa y quizás no lleguemos a desplegar un abanico de originales y espontáneos recuerdos a las madres ajenas.

El uso de los condimentos fogosos se repite en las cocinas más diversas del planeta. Desde el descubrimiento de América se trasladaron a la cocina mediterránea y seguramente tomaron por sorpresa a más de un desprevenido. Pocas cosas son tan indescriptibles como haber ingerido demasiado picante, aunque usado en su justa medida gratifica, alegra y calienta el cuerpo.

A pesar de la mala fama de estos aliados de la cocina, nobleza obliga a desterrar esos viejos mitos y alejarlos del lugar de nocivos para el cuerpo. Algunos estudios recientes colocan a las comidas picantes como aliadas para paliar el cáncer, como extraordinarios analgésicos y tremendas fuentes de vitamina C; alejándolas de las tan temidas úlceras y otras complicaciones estomacales. Es innegable que los picantes aportaron una dimensión nueva y extravagante al recetario europeo y asiático. Hoy nos resulta imposible imaginar los sabores sin el picante.
Un sushi sin wasabi, un mojo no picón y una enchilada sin chiles…

Al parecer, los humanos somos los únicos mamíferos que ingerimos picantes a propósito, como muchos alimentos que nos llevamos a la boca, este también lo hacemos por el placer posterior que nos aporta. Dicen los científicos que nuestro cuerpo genera endorfinas para paliar el ataque de los ajíes y que consecuentemente nos inundamos de la una sensación agradabilísima de placer.

Por el placer de las endorfinas, porque el plato lo amerita, como excusa para beber cerveza, para sanar el cuerpo y alegrar el alma, ponerle un poco de picante a la vida jamás viene mal.

Morir por la boca


Foto original aquí

Me resulta casi imposible olvidar mis primeros encuentros cercanos con la gastronomía de otros lugares. El mes de enero entero, que en el hemisferio sur es verano, tirada en la playa leyendo “Viajes de un Chef”. Me acuerdo que se lo robé, perdón, tomé prestado a mi cuñado sibarita. Me acuerdo de viajar con la mente y las papilas por donde Anthony Bourdain decidía llevarme.

Me acuerdo del primer ceviche peruano crujiendo en mi boca, de la primera ostra y como me llevó al mar, del olor de las piedras humeantes sobre las hojas de banano del primer y único “curanto o pachamanca” que probé en mi vida. De cómo los jugos de todas las carnes y los vegetales se servían en un cuenco que alegraba hasta el alma.

Me regocijo de traer a mi memoria la intensidad del chocolate espeso y caliente con churros en una cafetería en el crudísimo primer invierno en Madrid. De la patisserie de Francia expuesta como joyas. De la sangría y las tapas. Del pastel de choclo (maíz) chileno en la mesa familiar o en algún chiringuito playero. De los rinconcitos que esconden todas las ciudades y que al amante gourmet se le descubren como el hueso de un aguacate.

De los mercados donde adoro perderme sin mirar el reloj, dejarme ir, movida solamente por la curiosidad. De los estornudos y la confusión aromática de tanto meter la mano y la nariz en cuanta especie se nos presente. De cualquier domingo en Nuestra Señora de África o en algún mercadito de Candelaria.

Escuchar a las personas compartir secretos culinarios. Sentarme al lado de alguien en la guagua y entablar una conversación para que me lleve de viaje a su tierra y me cuente qué comen y cómo lo preparan, despedirme habiendo estado en algún paraje lejano. Dejar llegar las recetas por la intuición y conducir la mano por el instinto y el paladar mental.

Cuando armo un viaje investigo, y como quién decide que cuadros mirará en cada museo, yo pienso y me relamo de sólo pensar en cuantos nuevos manjares probaré. Me preparo como para ir a rendir un examen. Si encuentro un sitio perfecto, voy cuantas veces me da la gana. Sabiendo que esos pequeños lugares que nos emocionan no están a la vuelta de cada esquina. En vez de hacer las maletas a tiempo leo y releo las aventuras gastronómicas de otros viajeros, que como yo, piensan bastante más con la boca que con la cabeza.