Hace un año que soy libre. Libre, plena, auténtica.
Algunas relaciones son cárceles donde decidimos pasar el tiempo. Elegimos, libremente, dejarnos ir en lugar donde no podemos ser. Donde el otro decide cuanto te da y te quita. Donde estamos a su merced y antojo para lo que mande. Sobre todo si el otro es un tirano. Hasta que un buen día 14 de enero, gritás con toda la fuerza que sos capaz. Más fuerte que él, aún, que eso es mucho decir. Porque si de algo sabe él, es de gritar. Pero la cuestión es que gritás, y como quién está enterrado vivo, sacás la capa de tierra que hay sobre tu cabeza, con una fuerza sobrenatural, que no creías poseer. Y pataleás fortísimo hasta de a poco ir asomando. Hasta que tu cuerpo va apareciendo, te sacudís, te limpiás el barro. Y cada vez te sentís más fuerte. Porque podés respirar aire puro. Y ahí vás. Con la frente en alto, tratando de que nadie note todo el resto de mugre de tu ropa. Caminás despacio, pero a pasos cortos avanzás hasta tu casa, que ahora es sólo tuya. Y ese alivio es incomparable. Caminás por tus propios medios. Y contra todos sus pronósticos, corrés, porque las piernas te responden más que nunca. Y así seguís. Incluso al año de haber escapado de esta tumba. Y algo te dice, que cada vez que se aproxime el 14 de enero, vas a levantar una copa y te vas a iluminar, porque hace un año, o dos, o miles que volviste a liberarte.